sábado, 29 de noviembre de 2014

La disección de cuerpos en el siglo XIX

En la era victoriana, los anatomistas se consideraban poco menos que verdugos. O poco más, pues la disección era, literalmente un castigo peor que la pena de muerte.

En este miedo a la disección residía, de hecho, el interés primordial de las autoridades por la entrega a los anatomistas de los cuerpos de criminales; que con ello se contribuyera al desarrollo de la ciencia era secundario. Tantos eran los delitos menores castigados con la muerte, que los organismos legislativos se vieron forzados a sumar nuevos horrores a las condenas como elemento disuasorio para los peores crímenes. Si robabas un cerdo, te colgaban; si matabas a un hombre, te colgaban y luego te diseccionaban. (En los candorosos primeros años de EEUU, la categoría de delitos penados con la disección se cumplió para incluir a los duelistas).


En Gran Bretaña, la disección en la sentencia para asesinos convictos se autorizaría en 1752 como alternativa al guindaste (guindar a alguien es ahorcarlo, untarlo en pez y dejarlo colgando de un armazón de metal a la vista de sus conciudadanos, mientras se pudre y los cuervos se lo comen a picotazos).

Para hacer frente a la escasez de cadáveres legalmente disponibles para la disección, los profesores de las primeras escuelas de anatomía británicas y estadounidenses fueron internándose en terrenos cada vez más pantanosos, y no tardaron en granjearse la fama de gente sin escrúpulos, tipos a los que les llevabas la pierna amputada de tu hijo y se la vendías por una miseria (37 centavos y medio, para ser exactos; al menos ése era el precio que pagaban en Rochester, Nueva York, en 1831). Pero ningún estudiante habría pagado su matrícula para aprender únicamente la anatomía de las piernas y de los brazos. O las escuelas se procuraban cadáveres enteros o corrían el riesgo de que todos sus alumnos se marcharan a las escuelas de anatomía de París, donde se podían usar para la disección los cuerpos no reclamados de los pobres que morían en los hospitales municipales.


Las medidas que siguieron fueron drásticas. No era raro que un anatomista cargara con algún pariente difunto hasta la sala de disección para practicar un poco, antes de llevarlo al cementerio.
 
Mucho más habitual era la técnica de colarse de noche en el cementerio y desenterrar el cuerpo de algún desconocido para estudiar su morfología. Con el tiempo, este acto llegó a llamarse "robo de cuerpos". El robo de cuerpos era un crimen nuevo, distinto del saqueo de tumbas, que implicaba el hurto de las joyas y las reliquias enterradas en las tumbas y panteones de las familias adineradas. Si a uno le pillaban con los gemelos de un muerto, era acusado de saqueador de tumbas, pero estar en posesión del propio muerto no constituía ningún delito. Antes de que se pusieran de moda los estudios anatómicos, no había en el Código Penal referencia alguna a la apropiación indebida de cuerpos de defunción reciente.

 
En 1818 por ejemplo, el médico de la época colonial Thomas Sewell, que pasaría a la historia como el médico personal de tres presidentes de EEUU y el fundador de la actual Facultad de Medicina de la Universidad George Washington, fue declarado culpable de desenterrar el cuerpo de una joven de Ipswitch, Massachusetts, para usarlo en sus prácticas de disección.

También había quien prefería pagar a alguien para que se encargara de hurtar los cuerpos. En 1828 la demanda de las escuelas de anatomía de Londres era tal que podía mantener ocupados a diez ladrones de cuerpos a tiempo completo y a cerca de doscientos más a tiempo parcial durante toda la "temporada" de disección". (A fin de evitar el hedor y la rápida descomposición de los cuerpos durante el verano, las clases de anatomía se impartían de octubre a mayo.) Según un testimonio dado ese mismo año en la Cámara de los Comunes, una banda de seis o siete resurreccionistas -como se les dio en llamar- llegó a desenterrar 312 cuerpos. Sus honorarios ascendían a unos mil dólares al año, una cifra cinco a diez veces más alta que los ingresos medios anuales de un trabajador no cualificado, vacaciones estivales incluidas.


Era un trabajo inmoral y desagradable, pero puede que al fin y al cabo no fuera tan horrible. Los anatomistas querían cuerpos frescos, con lo que el hedor no debía de representar ningún problema. Un ladrón de cuerpos no tenía que cavar la tumba entera, sino que podía limitarse a descubrir la parte superior. A continuación, sólo tenía que introducir una barra en la ranura del ataúd, levantar la tapa unos treinta centímetros haciendo palanca y pescar el cadáver pasándole una cuerda alrededor del cuello o bajo los brazos. Finalmente, se tapaba el agujero con la tierra que se había amontonado durante la fase de excavación. La operación completa concluía en menos de una hora.

Muchos de estos resurreccionistas habían trabajado de enterradores o de ayudantes en las salas de disección. Así era como habían tomado contacto con las bandas de ladrones de cuerpos. Atraídos por la promesa de unos ingresos elevados y un mejor horario laboral, abandonaban sus actividades legales y se entregaban al oficio del saco y la pala.


En el diario anónimo Diary of a Resurrectionist, el autor no se detiene a comentar el aspecto que tenían los cadáveres o a reflexionar sobre su funesto destino. No alcanza a hablar de los muertos más que para dejar constancia de su tamaño y su sexo, y sólo en raras ocasiones se digna a dedicarles un sustantivo (por lo general, "cosa", como cuando dice que "la cosa está mala", refiriéndose a un "cuerpo descompuesto"). Es muy posible, no obstante, que esta forma singular de bordear el tema no se deba sino a la evidente falta de inclinación del hombre por las crónicas prolijas. Como demuestran entradas posteriores del diario, el tipo ni siquiera se molesta en escribir "colmillos" con todas sus letras y usa la abreviatura "clms". (Cuando "la cosa estaba mala", se le extraían los "clms." y otros dientes para vendérselos a dentistas que harían con ellos dentaduras postizas, y evitar así que la operación se saldara sin beneficio alguno.)

Sir Astley Cooper fue uno de los médicos que más abiertamente defendieron la disección humana.


"Si uno no ha operado en los muertos, tendrá que destrozar a los vivos", cuentan que decía.
Cooper era la clase de persona que no sólo mutilaba parientes ajenos sin ningún reparo, sino que también disfrutaba hundiendo el bisturí en las carnes de antiguos pacientes suyos. Se mantenía en contacto con los médicos de cabecera de los pacientes a los que había operado y cada vez que se enteraba por aquéllos del fallecimiento de alguno de éstos, mandaba a su cuadrilla de resurreccionistas para allá y les echaba un vistazo por dentro para ver cómo su trabajo resistía el paso del tiempo. También pagó para que desenterraran a pacientes de algunos de sus colegas de los que sabía que habían tenido dolencias extrañas o peculiaridades anatómicas. Era, en suma, un hombre cuya pasión por la biología parecía haberse convertido en una suerte de macabra excentricidad.
  
Por lo general, los peor parados eran los pobres. Con el tiempo, los empresarios sacaron al mercado un arsenal de servicios y productos antirrobo de cuerpos que sólo las clases altas podían permitirse. Para evitar el saqueo de los resurreccionistas, las familias dolientes podían instalar jaulas de hierro -las llamadas cajas fuertes mortuorias- alrededor del ataúd o fijarlas con cemento sobre la tumba. Las iglesias escocesas comenzaron a construir en los cementerios "casas de muertos", casetas en las que los cuerpos se guardaban bajo llave hasta que sus órganos y tejidos se descomponían lo bastante como para disuadir a los anatomistas. Se podían adquirir ataúdes con un cierre de resorte patentado, ataúdes equipados con barras de sujeción de cadáver de hierro colado, ataúdes dobles e incluso triples. Como es lógico, los propios anatomistas se contaban entre los mejores clientes de estas empresas de seguridad.


Pero sería un anatomista de Edimburgo, llamado Robert Knox, quien le diera el descabello a la ya denostada reputación de la anatomía con su autorización implícita del asesinato por el bien de la anatomía. En 1828, uno de los asistentes de Knox fue a abrir la puerta de su casa y encontró en el umbral a dos extraños con un cadáver a sus pies. Para los anatomistas de la época esta situación era pura rutina, y Knox les rogó a los hombres que pasaran. Aunque los dos hombres -William Burke y William Hare - le eran por completo desconocidos, les compró alegremente el cuerpo y aceptó la explicación que le dieron.

Cuando Burke y Hare se enteraron del dinero que podían ganar vendiendo cadáveres, decidieron producir unos cuantos por su cuenta. Algunas semanas más tarde, le entró la fiebre a un vagabundo alcohólico que se alojaba en el albergue de mala muerte de Hare. Convenidos de que, de todos modos, el hombre se iba de cabeza al otro barrio, Burke y Hare decidieron acelerar un poco el proceso. Hare le puso una almohada en la cabeza mientras Burke recostaba su nada despreciable peso sobre el pobre desgraciado. Knox no les hizo preguntas; es más, les animó a que se pasaran más a menudo por su casa. Y eso hicieron unas quince veces más aunque eso ya, pertenece a otra historia.

Fuentes:
“Things for the Surgeon” de Hubert Cole
"Fiambres. La fascinante vida de los cadáveres" de Mary Roach

domingo, 16 de noviembre de 2014

Concurso de postales navideñas

Se acerca la Navidad y queremos compartir con vosotros toda la magia de otros tiempos. Como en la edición pasada, os invitamos a crear una postal navideña con la que poder felicitar a todos nuestros amigos a través de las redes sociales y que refleje nuestro espíritu anacrónico y nuestra admiración por el pasado.
 
El concurso es sencillo. Las bases para participar son las mismas que las del sorteo anterior:
 
  • Pueden participar todos aquellos que:
     
     - nos tengan agregados a su twitter o Facebook, nos siguen en el blog o sean miembros del foro.
     
    - residan en territorio nacional
  • Teneis que enviarnos a anacronicos.recreacion.historica@gmail.com una postal de Navidad elaborada por vosotros. Se aceptan hasta un máximo de dos por persona y éstas pueden ser dibujadas, pintadas, recortadas, fotomontaje... pero tiene que tener como motivo principal la Navidad y un guiño al pasado. Aquí os mostramos algunas del año pasado:

Podeis enviarnos vuestras postales de Navidad hasta el 16 de Diciembre. Una vez transcurrido este periodo se valorarán las postales candidatas y se seleccionará un ganador poniéndose en contacto con él a través del correo electrónico proporcionado para enviarnos su postal.
 
La postal ganadora recibirá, gracias a la generosidad de Editorial D'Epoca dos de los nuevos títulos de esta temporada: "Evelina" de Frances (Fanny) Burney, una preciosa novela epistolar que describe los placeres y peligros de la alta sociedad inglesa de finales del siglo XVIII (en edición ilustrada) y "El secreto de Aurora Floyd" de Mary Elizabeth Braddon, una de las novelas de intriga y misterio más reconocidas en la Inglaterra victoriana. Los volúmenes se acompañan de marcapáginas y de una preciosa lámina a todo color de la portada del libro.
 
 
 
Y como os decíamos el año pasado, si aún no teneis estos ejemplares en casa os animamos a participar y a seguir con detenimiento las novedades de Editorial De Época Y si ya los teneis, ¿qué mejor regalo de Navidades podeis hacer? No fallareis.

Ya sabeis... ¡esperamos vuestras postales!

 

martes, 11 de noviembre de 2014

Cenas e invitados a principios del siglo XX

Una de las cosas más importantes para una anfitriona eduardiana era la organización de una buena cena. Cada detalle tenía la máxima importancia desde los propios alimentos o la bebida, al menaje, el servicio o la propia lista de invitados. Una cena tibia o fría, unos invitados aburridos o una mala disposición en la mesa, pueden terminar con la reputación de una anfitriona.
 

Ya que la cena era el más importante de los acontecimientos sociales, las damas y caballeros lo practicaron por encima incluso que bailes u otros eventos; la cena era considerado algo más íntimo, y por lo tanto sólo se invitaba a los amigos más cercanos o aquellos con los que se quisiera intimar. Para el engranaje de la alta sociedad, la cena no sólo era una prueba de la posición de la anfitriona, sino también el camino a una buena posición o a perderla.

Habitualmente, en cenas de mayor tamaño, se enviaban las invitaciones con tres semanas de antelación, aunque, a partir de 1910 se amplió de cuatro a seis semanas, lo que daba plazo a los invitados a excusarse por emergencias pero, por lo general, la aceptación de la invitación implicaba una confirmación tácita.

Las tarjetas de las invitaciones se compraban en tienda y, solían ser por lo general blancas con unos pequeños bordes. En el interior se ponía el nombre de los anfitriones, el nombre del invitado, la fecha, el lugar y la hora de la cena.
 
 
La hora de la cena variaba entre las 8 y las 9 de la noche, y se esperaba que los invitados estuvieran al menos un cuarto de hora antes. Las cenas ya no eran tan largas y pesadas como en el siglo XIX, ahora no duraban más de 40 minutos, y eran más importantes los entretenimientos posteriores.

A la llegada, los anfitriones esperaban en la entrada a los invitados, quienes dejaban su ropa de abrigo al servicio. Una vez en el salón, las damas se sentaban y los caballeros charlaban hasta que llegara el último invitado. En caso de que algún invitado no se conociera, la anfitriona sería la encargada de presentarlos; salvo en las cenas de gran tamaño, en las que el mayordomo se colocaba en la escalera e iba presentando a los invitados.
 

A la hora de sentarse en la mesa, los anfitriones nunca podían estar uno al lado del otro, al igual que los matrimonios, los padres con sus hijos. Se aconseja que haya un número igual de hombres y mujeres para la mejor distribución de la mesa pero, lo habitual era invitar a un par de hombres más para que las mujeres casaderas tuvieran alguna opción. La anfitriona es la última que se sienta a la mesa. Si la anfitriona no indica a sus invitados donde deben sentarse o a que dama ayudar a levantar cuando la cena concluya, se da por hecho que el orden es el de la entrada a la sala, es decir, según importancia social. La anfitriona preside la mesa, y el caballero que la ha llevado hasta ella (el de mayor rango social que no sea ni su marido, ni su padre), se sienta a su izquierda. Así según entraban se colocaban en su lugar. Salvo en las cenas de mayor tamaño, en las que se ponían tarjetas con los nombres o el menú incluía el nombre del invitado. Estos menús solían colocarse a lo largo de la mesa y en las cenas pequeñas podían servir hasta para dos invitados. Si eran simples o más complejos dependía del gusto de la anfitriona.
 
 
La decoración de la mesa dependía en gran medida de la anfitriona, pero había determinados puntos que se debían cumplir por etiqueta. Solíamos encontrar cristalería a lo largo de la mesa, plantas trepadoras decorando. Y en el centro de la mesa entre las flores y los platos, solían colocarse las frutas que se comerían en el postre. La iluminación eran algo importante y, a pesar de que en muchas casas ya había luz eléctrica, seguían usándose las velas. Encontramos también la cuchara de la sopa, dos tenedores, dos cuchillos y la cristalería.
 
 
La etiqueta de la mesa era muy estricta; nada más sentarse los invitados se quitan los guantes y los colocan sobre su regazo, extienden su servilleta y la colocan en el regazo (se consideraba de muy poca educación engancharla al cuello de la camisa o al escote del vestido). Primero se tomaba la sopa, que se tomaba a pequeños “sorbos” con la cuchara, pero ligeramente sin hacer mucho ruido. Después venía el pescado comido con los cubiertos de pescado y los fritos, que sólo se comían con el tenedor, así como las ensaladas, espárragos… Los guisantes eran sin duda, una prueba a la buena educación, y se comían sólo con el tenedor, mientras que la carne se comía siempre con tenedor y cuchillo, sin tocarla nunca con las manos. Los postres, pudines y los acompañamientos en general, se comían sólo con el tenedor.  El queso y el pan para el mismo se cortaban con tenedor y cuchillo, después se colocaba el queso sobre el pan con el tenedor y se llevaba delicadamente a la boca con el dedo índice y pulgar. Las uvas, cerezas o cualquier fruta picada se llevaba delicadamente a la boca y con discreción se echaban los pellejos en la mano y se colocaban en la mesa.
 
Tanto la cena como el postre se sirven por orden. Una vez finalizado los criados retiran la mesa y reparten el licor para los hombre (según orden de importancia social), y otra copa de vino para las mujeres (las mujeres no toman licor). En caso de que una dama quiera más vino, le ha de rellenar la copa el caballero a su lado, jamás lo hace por si misma. Pasados unos diez minutos, la anfitriona hace una señal a las damas para dejar el comedor, y la siguen por orden de importancia social. Los caballeros se levantan con las damas, pero no abandonan el comedor, se vuelven a sentar cuando la anfitriona deja la estancia. Mientras los hombres toman licores en el comedor y fuman, las damas, en la salita, toman café. Después de un par de rondas, los caballeros se unen a las damas en la salita. Hacia 1910, sin embargo, esta costumbre empieza a ser dada de lado y todos comparte el café, y los licores en compañía.
 
 
En la ciudad, la cena concluye, aproximadamente, una media hora después de que los caballeros se unan a las damas en la salíta. En el campo, sin embargo, era habitual continuar la velada hasta altas horas de la noche con juegos de cartas y otros entretenimientos.
 
Para la despedida no existía un protocolo establecido, salvo el de que los anfitriones debían acompañar a sus invitados hasta la puerta. Una vez todos ellos habían partido, sus deberes habían finalizado.

Fragmento extraido de Edwardian England: A Guide to Everyday Life, 1900-1914 de Evangeline Holland.