jueves, 29 de mayo de 2014

La invención de la máquina de escribir

Hoy en día vivimos en la era de la comunicación gracias al teclado del móvil o de un ordenador pero antes de esta tecnología se había creado la máquina de escribir, una herramienta que cambió el mundo de la cultura.
 
Hay que remontarse al siglo XVIII, más concretamente y según las fuentes a 1714, para hablar de la patente que la reina de Inglaterra le concede al caballero Henry Mill de "una máquina para trascribir letras, una tras otra como la escritura, e imprimirlas sobre papel". El resultado impreso resultaba claro para leerse, no podía borrarse o corregirse sin que se notase y permitía una gran utilidad por la durabilidad de la escritura. En una palabra: esta máquina era de gran utilidad en los registros públicos que encadenaban un letargo manual casi medieval.
 
Este instrumento del siglo XVIII se piensa que no se llegó a construir, puesto que no queda constancia de ella, de manera que hay que esperar a la segunda mitad del siglo XIX para hablar de una fabricación - ya industrialmente- de estas máquinas. Una de las primeras fue la ideada por Christopher Latham Sholes que incorporaba el teclado que aún persiste aunque sólo permitía escribir en mayúsculas y no dejaba ver lo que se estaba tecleando.
 
 
Uno de los primeros usuarios que utilizaron esta máquina de escribir fue el escritor Mark Twain, quien adquirió una en 1874. A partir de 1880 las máquinas comenzaron a usarse en la administración y en las empresas, sobre todo con la ayuda del papel de calco, que permitía hacer simultáneamente varias copias de un mismo documento, permitiendo que fuera el sector femenino quien más utilizara este instrumento. Paulatinamente las mecanógrafas se fueron institucionalizando y profesionalizando, siendo cada vez más importante que llegaran a alcanzar un elevado número de palabras por minuto.


Un segundo modelo, el Remington, ya contaba con una tecla que cambiaba las mayúsculas y las minúsculas. Una década más tarde, en 1896, las Underwood alcanzaron un gran éxito al permitir ver el escrito al tiempo que se elaboraba y con el cambio de siglo se llegó a eliminar peso de la máquina  a convertirlas en portátiles, lo que permitió que muchas entrasen en los hogares y se demandaran para uso particular.


Hoy en día ya no se fabrican las máquinas de escribir pero no podemos dejar de mencionar un invento que revolucionó las oficinas en el siglo XX y que ayudó a incorporar a la mujer al mundo laboral.

martes, 13 de mayo de 2014

La Gran Exposición Universal de Londres de 1851

El concepto de “Gran Exposición” surgió como tal tras la exposición de 1851. Anteriormente se dieron un cierto número de exposiciones internacionales, pero de carácter más restrictivo y en las que se trataba aspectos más concretos. No fue hasta que se llevó a cabo la idea del Príncipe Alberto, que dichas exposiciones tomaron la noción que hoy día conocemos, como muestra del progreso de la humanidad y de los logros de todos los pueblos del globo. En un principio tuvieron un claro fin imperialista y propagandista pero, a lo largo de los años prevaleció la “Gran Exposición” o “Exposición Universal”, como muestra única del progreso.

 
En un principio, el Príncipe Alberto desarrolló la idea de una Gran Exposición sin contar con la ayuda de nadie. El soñó con una exposición que tenía que superarlas a todas, una exposición que no sólo se centrara en lo útil o en lo ornamental, sino que también destacara por su contenido moralizante, un “monumento internacional a las grandes virtudes de la civilización: la paz, el progreso y la prosperidad”.


Durante dos años maduró sus planes atendiendo hasta a los más mínimos detalles, entregándose en cuerpo y alma a la tarea. Y no fue hasta que lo tuvo todo claro, que no convocó a una pequeña comisión a la que presentó el plan que, evidentemente, fue aprobado sin demora. Esta comisión  fue designado por él, dirigiéndolo bajo la presidencia honorífica de la Reina.

El Príncipe Alberto planteó esta exposición de una forma global y pretendía que en ella se expusieran tanto los nuevos adelantos, así cómo pequeñas muestras de la historia de la humanidad. El fin de la misma fue el de exhibir todos los adelantos de la industria de todas las naciones del mundo y su lema fue el “Progreso”.


La exposición superó en envergadura a todo lo que habían esperado y, una vez mandadas las invitaciones, se dieron cuenta de que no habría lugar en todo Londres, capaz de albergar un evento de esas características. Estaban a finales de 1850 y la inauguración se había fijado para Mayo del siguiente año.

Rápidamente se convocó un concurso al que se presentaron más de 230 proyectos, pero todas las propuestas implicaban un gasto monetario y de tiempo material, que el comité no estaba capacitado para asumir.


Se mencionó el nombre de Joseph Paxton, antiguo jefe de jardineros del duque de Devonshire. El plano final se concluyó en 9 días, y tanto le gustó a la reina que le confirió el título de Sir, el mismo año de la feria. La exposición se inauguró el 1 de mayo y se registraron más de 6 millones de visitantes.

A la inauguración asistió la reina con dos de sus hijos, el príncipe Alberto, el Arzobispo de Canterbury, militares y altos dignatarios nacionales y extranjeros.


Ese día una friolera de medio millón de personas visitó la exposición. Y para desgracia de sus detractores no hubo el más mínimo incidente. Se habían instalado unos 14.000 expositores, de los cuales, cerca de la mitad pertenecían a Gran Bretaña o a sus colonias.

A pesar del ruido ensordecedor (pues las máquinas expuestas estaban continuamente en marcha) la gente acudía en masa a contemplar locomotoras, motores marinos, las prensas hidráulicas, los telares mecánicos... En total había más de 6.500 expositores dedicados exclusivamente a mostrar los avances de los diferentes países en la Revolución Industrial. El más desarrollado de todos resultó ser Bélgica ya que contaba con ricos depósitos de carbón, hierro, cinc y mármol además el 10% se dedicaba a la producción de productos químicos, maquinaria de hierro y telas de lino y lanas.

 
Otros de los elementos expuestos que también llamaron la atención fueron cerdos en conserva, rotativas, una “cama despertadora” (Arrojaba un cubo de agua fría a su ocupante a una hora predeterminada), perfumes franceses o una estufa prusiana en forma de caballero con toda su armadura.

Aunque, en definitiva de todos los avances que se presentaron en la Exposición, los que más repercusión tuvieron fueron los excusados en el interior de las casas, las bañeras fijas, las estufas de gas y los refrigeradores. Todos ellos de uso más doméstico y que suponían una mayor comodidad y ahorro de tiempo en la vida diaria.


El día de la clausura la Reina recorrió emocionada toda su extensión, presa de la melancolía y del gozo pues era además en 12º aniversario de su compromiso con el Príncipe Alberto. Años después, el Albert Memorial, fue construido lo más cerca posible de la ubicación de la Exposición, en los jardines de Kensington.

La exposición duró un total de 140 días y tuvo un total de 6.000.000 de visitantes, siendo el 7 de Octubre de 1851 el día que más visitantes se contabilizaron, un total de 110.000, cifra exorbitante teniendo en cuenta que en la época Londres contaba únicamente con 2.300.000 habitantes. A lo largo de las 23 semanas de exposición se informo además de tan sólo 12 carteristas y de 11 personas robando artículos de poca importancia.

Generó unos beneficios de en torno a 165.000 libras que fueron empleadas para la compra de un terreno en South Kensisngton en el que se construiría en Museo Nacional.


El pabellón de Paxton que el príncipe Alberto eligió para contener en él la Exposición Universal de Londres desapareció tristemente en 1936 debido a un incendio). Como anécdota, reseñar que inspirado en este Crystal Palace londinense se construyó el llamado pabellón-estufa (1887) del parque del Buen Retiro de Madrid (lo que actualmente se conoce como el Palacio de Cristal) para la Exposición General de Filipinas. ¡Y éste sí que queda en pie!



BIBLIOGRAFÍA:

NEWSOME, D.: “El mundo según los victorianos. Percepciones e introspecciones en una era de cambio”
CHARLOT, M. /MARX R. (Dir.): “La era victoriana o el triunfo de las desigualdades”. ED.: Alianza
TOURNIER, P.: “Londres. Las claves de su historia”. Colección: Ciudades en el tiempo. Vd.: Robinbook. Barcelona. 2001
VV.AA.: “La edad del progreso 1850-1910”. Colección. Atlas culturales del mundo. ED.: Folio S.A. Barcelona 1995. 2 volúmenes.
STRACHLEY, L.: “Reina Victoria. Símbolo de una era”. Ed.: El Ateneo (Grupo ILHSA S.A.).Argentina. 2004
BRIGGS, A.: “Historia Social de Inglaterra”. Ed.: Alianza. Madrid. 1994
VV.AA.: “Arquitectura y urbanismo del siglo XIX”. Ed.: Teide. Barcelona.1987
http://www.expo92.es/otras_exposiciones/27_exposicion_londres_1851
http://es.wikipedia.org/wiki/Gran_Exposici%C3%B3n

jueves, 1 de mayo de 2014

El oficio de modista en el siglo XIX

La existencia de las tiendas de modista o salones de modas nos habla de un oficio regentado y dirigido por mujeres. Pero históricamente la ejecución de trajes y vestidos estuvo en manos de los sastres. Las mujeres relacionadas con las labores de aguja realizaban trabajos menores, simples composturas y arreglos. La fuerte estructura gremial condicionó el desarrollo y la evolución de este oficio femenino, ya que los sastres cortaban y cosían los trajes de hombres y mujeres.

Más allá de la especialización que desarrollaron las modistas, el comercio relacionado con el vestido en su más amplia extensión estaba integrado por sastres, ropavejeros, tratantes de ropa usada, etc. Dentro de esta variedad surgieron fricciones. El tradicional gremio de los sastres percibió como amenaza la competencia que ejercieron las modistas y los otros profesionales de la confección. Aquéllas no llegaron a constituirse en ninguna corporación, pero con el transcurrir de los tiempos encontraron su sitio: abrieron sus talleres con autonomía y otros pasaron de madres a hijas, alcanzando alguno gran prestigio.

De trabajos casi clandestinos, las modistas pasaron a tener una importancia y consideración social. El caso más emblemático es el de la modista Rosa Bertin (1747-1813) que alentó los gustos de María Antonieta y disfrutó de honores, reconocimientos y una posición no igualada hasta entonces por ninguna proveedora o costurera real. Su fama trascendió las fronteras de manera que otras cortes europeas no sólo miraron a París para conocer los derroteros de la última moda, sino que el interés lo alimentaba la misma Rosa Bertin. La mención a talleres de modistas regentados por ellas mismas es frecuente, desde el último decenio del siglo XVIII.



Otro paso más en la consolidación de esta actividad fue la instrucción femenina. La enseñanza de labores tuvo un lugar preeminente en la instrucción. El fomento de las virtudes domésticas fue un asunto prioritario: la adquisición de los rudimentos necesarios para un buen gobierno de la casa y el conocimiento de todo tipo de labores definió la educación de los futuros “ángeles del hogar”. Se contemplaba todo tipo de enseñanza de labores: bordados en una inmensa variedad y el aprendizaje de diferentes especialidades de costura, costura a la española, a la francesa e inglesa.



De forma paralela a la enseñanza, la publicación de revistas femeninas, de revistas de moda y de manuales de labores y costura y métodos de corte y confección consolidó y afianzó la dedicación femenina a la aguja, ya fuera como distracción, o como vehículo para sacar adelante a las familias.



Hasta mediados del siglo XIX no encontramos obras teóricas fruto de la experiencia femenina. Catorce maestras y modistas prepararon sistemas de corte o métodos de confección para facilitar y perfeccionar el aprendizaje. Entre ellos, destacamos el de Filomena Arregui, que recoge una selección de patrones a pequeña escala tanto de indumentaria femenina como masculina.



La mecanización introdujo cambios. Inicialmente, la generalización de la máquina de coser se presentó como un enemigo crucial, pero sus consecuencias no fueron tan aniquiladoras. Las primeras máquinas no estuvieron al alcance de todos los talleres ni de las jóvenes costureras. Por otro lado, aunque, no cabe duda de que simplificaron el trabajo, lo cierto es que al principio sólo permitían mecanizar los pespuntes. La ejecución de un traje femenino de mediados del siglo XIX resultaba una labor compleja por el número de piezas que había que ensartar, la incorporación de ballenas y la aplicación de adornos, pasamanerías y otros detalles que necesariamente había que coserlos a mano.



No cabe ninguna duda de que el crecimiento de talleres, obradores y salones de moda fue incrementándose a lo largo de los años. Baste, simplemente, consultar la Guía comercial de Madrid, anuario del comercio para constatar qué talleres se mantienen y los que surgen nuevos. En 1863 se contabilizan 56 establecimientos comerciales de titularidad femenina, frente a los 266 para 1887.

Otra manera indirecta de valorar el creciente incremento de esta actividad es considerar las necesidades indumentarias de la población. No sólo se vestían, y muy elegantemente, algunas damas y caballeros, sino que otros talleres se ocupaban de confeccionar prendas para militares o para niños. Además, cierta organización y distribución industrial fue diseñada para abastecer los almacenes y comercios de prendas hechas, con precios más asequibles.

La estructura organizativa de los talleres estaba en relación directa con la importancia de los mismos. Los talleres y salones más selectos contaban con la modista titular que ejercía de directora, una o varias oficiales, quienes asumían el corte de las prendas y las aprendizas o modistillas que ingresaban en el taller para asumir el aprendizaje. Los horarios y salarios dependían de la especialización, aunque podemos sentenciar que aquéllos eran largos y éstos escasos. Las tediosas jornadas estaban en relación con la demanda y la actividad social, muy intensa en los meses de invierno, cuando muchos de los salones se abrían.



La modista se convirtió en un tipo popular, original, que dio lugar a reflexiones literarias y a personajes de novela y teatro.

En el s. XIX, las novedades parisinas eran acogidas con gran revuelo y alboroto. Un mecanismo de reclamo para hacerse con una cuidada y selecta clientela era presentarse como modista francesa. Pero no tenemos la seguridad de que todas las modistas que abrieron sus salones en el señorío matritense fueran de ascendencia gala. Es probable que fuera una práctica habitual afrancesar sus nombres o anteponer al mismo un “madame” o “mademoiselle”. Entre las modistas más afamadas del Madrid romántico destacaron sin lugar a dudas Madame Petibon y Madame Honorine. Celestina Petibon ofrecía una amplia variedad de géneros y entre la nómina de sus clientas aparece en primera línea la reina Isabel II, amén de otras ilustres damas de la familia real.



Enriqueta Jeriort, conocida como Madame Honorine fue una de las modistas más singulares que, desde comienzos de los años sesenta del siglo XIX hasta dos décadas después ofreció sus servicios. En 1868 fue nombrada modista de Cámara de Isabel II, ocupándose de atender los encargos reales.



Para mediados de la centuria se fue generalizando poner etiquetas con el nombre de las modistas en los trajes. En nuestro país, esta práctica se incorporo con gran inmediatez, si bien hay que señalar que en las zapatillas de la década de los años 30 y 40 también es posible encontrar restos de etiquetas. El uso de las etiquetas confirma la autenticidad de la prenda y supone, al mismo tiempo, la reafirmación en la calidad de la prenda y del taller.
 
La propaganda más singular fue la de ser proveedora real. La consecución de este privilegio permitía a las modistas poder exhibir en su establecimiento, el documentación mercantil (facturas, tarjetas, etc) y en los anuncios en prensa el escudo con las armas reales.

La visita a la modista se convirtió en una actividad cotidiana para las damas de la aristocracia y de la burguesía. Una intensa actividad social y pública organizaba las agendas. Cenas, bailes, asistencia a estrenos de teatro, ópera y conciertos y otros encuentros grupales dictaban una etiqueta en la que el traje ocupaba un lugar destacado. De ahí que la actividad de muchos de los salones de moda estuviera marcada por el devenir de los acontecimientos sociales. Para la casa de modas, aquéllos representaban un marco singular para el lucimiento y proyección de la modista.


Mientras que unos se instalaron en los pisos principales, otros abrieron sus puertas a ras de calle. En estos casos los huecos con escaparates fueron el reclamo para la clientela femenina. No se descuidó dotarlos de una moderna arquitectura inspirada en los gustos románticos, que recupera las ojivas y otras tracerías góticas. En cuanto a la forma de ofrecer las mercancías también se introdujeron novedades, primeramente incorporadas en los almacenes de ropas hechas.

Los salones tenían dos espacios bien definidos: el taller propiamente dicho, donde se realizaban los trajes, y la parte pública y representativa, el salón, destinado a recibir a las clientas, adornado con tapicerías elegantes, alguna cómoda y papeleras, asientos y en lugar destacado el espejo.



El coste final de un traje dependía de la calidad de los tejidos empleados, de los adornos y aplicaciones y, por supuesto de la categoría del taller. Generalmente son precios elevados frente a las confecciones hechas que podían adquirirse en algunos de los almacenes de ropa confeccionadas, donde se incorporó la técnica comercial de los precios fijos y únicos. Celestina Petibon facturó por una manteleta de encaje de Chantilly para la reina Isabel II 12.900 reales de vellón en 1862. En la misma fecha y también para la reina, el salón de madame Honorine realzó una talma de terciopelo con encaje de Chantilly por un importe de 5500 reales de vellón. Si tenemos en cuenta que un profesor podía cobrar anualmente entre 10.000 y 11.000 reales es palmario el alto importe de las piezas reseñadas. En otras ocasiones los talleres también llegaban a proveer simplemente del corte de una determinada prenda para que la confección se realizara en casa. A mediados de la centuria el corte de un vestido costaba 8 reales; el de una chaqueta, 6 reales; y una manteleta, 4 reales.


Fuente: Mercedes Pasalodos Salgado. "Visita a la modista". Pieza del mes de junio 2012 del Museo del Romanticismo. Para ampliar el tema o ver la pieza: http://museoromanticismo.mcu.es/web/archivos/documentos/piezames_junio2012.pdf