jueves, 17 de mayo de 2018

El veneno en el mundo infantil victoriano

La muerte ha acompañado a la vida, siendo su final. Los venenos, como caminos hacia las postrimerías, siempre han existido a lo largo de los siglos pero en el siglo XIX existían muchos objetos que los poseían sin que, con su manejo, se supiera que podían ser mortales. 

Uno de los mayores tóxicos se encontraban dentro del mundo infantil, nada más nacer, en los biberones. Dado que el uso de nodrizas estaba sólo destinado a la clase alta por su alto coste y que las trabajadoras de clase baja debían incorporarse tras el parto a las fábricas o al campo a seguir trabajando, el uso de biberones proliferó en una sociedad con una natalidad que en época victoriana alcanzó cotas altísimas. 


Estos biberones para la leche estaban fabricados de cristal, con una pajita de goma que no se pensaba que se debía de lavar pues hasta muy finales del siglo XIX, tanto el aseo personal como la higiene alimenticia escaseaba en todos los sectores. Muchos bebés murieron por no ser capaces de luchar contra las bacterias y microorganismos que albergaban estos dispositivos.

Si un bebé superaba esta intoxicación y no caía en los altos índices de mortalidad infantil, el segundo paso donde se encontraba inconscientemente el veneno era en las velas de arsénico que la gente compraba por su bajo coste y buen olor (en contraste con las de sebo que eran económicas pero de olor nauseabundo y las de abeja que eran extremadamente caras pero de agradable aroma). Michel Cheyreul, un científico francés encontró en 1810 la posibilidad de crear unas velas que oliesen bien y a su vez, todo el mundo pudiera costearse. Aunque en Francia se prohibió su comercialización, en Inglaterra gozaron de gran popularidad aunque contuvieran ese elemento químico extremadamente tóxico