Es bien sabido que la
muerte siempre ha formado parte de la vida y en el siglo XIX, a la alta
mortalidad (infantil y adulta) hay que añadir la pena de muerte que se impartía
en la mayoría de los países y que era legal para castigar a aquellos condenados
por algún delito. No en vano, nos viene a la memoria el famoso poema de José de Espronceda
dedicado a un reo de muerte anónimo.
Las ejecuciones eran
espectáculos públicos en los que el pueblo disfrutaba y que podían congregar
incluso a 30.000 personas. Servía como entretenimiento pero los poderes
públicos también lo veían como una “lección moral” en la que los espectadores
acudían a ver el triste final de un condenado como pena capital por cometer el
mal.
El siglo XIX gozó de
muchas ejecuciones memorables (como la de Mary Ann Cotton) que no pasaremos a detallar. Sí que mencionaremos
que en este siglo vivió el verdugo que ejerció como tal durante más tiempo. Era
inglés, asumió su cargo en la cárcel de Newgate (Londres) durante 45 años (concretamente
de 1829 a 1874) en los que llevó a cabo unas 450 ejecuciones y se llamaba
William Calcraft. Era común en aquellos tiempos que los ahorcamientos se
llevaran a cabo mediante el estrangulamiento pero este método causaba mucho
sufrimiento a los condenados, que tardaban varios minutos en morir. Calcraft
propuso para ajusticiar a los reos el método de la fractura vertebral, que
causaba la ruptura de la médula espinal y por lo tanto, una muerte casi súbita.
Para conseguir esto, él mismo tiraba de las piernas de los ejecutados cuando
los ahorcaban o se colgaba de sus cuerpos. El escritor Charles Dickens estuvo
presente en una de sus ejecuciones y quedó tan horrorizado que escribió una
carta a “The Times” para denunciar estas prácticas.
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